Juan era un obrero que vivía en familia con muchas dificultades económicas, tanto así que para reemplazar sus zapatos y vestidos era menester que estuviesen desgastados y raídos de manera exagerada y notoria.
Juan una vez regresando del trabajo caminaba a prisa en horas del mediodía rumbo su casa. La razón de tanta prisa no era que quería llegar rápido a su hogar, era más bien la incomodidad de caminar con un agujero en el zapato izquierdo le incomodaba caminar y le molestaba cuando pisaba las piedrecitas calentadas por el sol, ya que de vez en cuando se introducían por el agujero y le quemaban el pie.
Una tarde de tantas al llegar su casa Juan se quitó su viejo y agujereado zapato y sintió que algo duró cayó al piso, era una piedrecita pequeña, parecía un diente de leche cuando cae al piso. El hombre la recogió y la contempló extasiado al ver el brillo que emanaba de ella.
Al mostrarla a su esposa, ésta le comentó que era un pequeño diamante. Una piedra preciosa que valía mucho dinero y que había llegado a sus manos por casualidad, mejor dicho a sus pies.
Aquel día hubo mucha alegría en la casa de Juan; el valor de aquella piedrecita de diamante alcanzó para comparar zapatos y vestidos para sus hijos, para su esposa y para él. Al día siguiente todos lucían sonrientes sus estrenos, excepto Juan, que guardó sus zapatos nuevos y salió a la calle con su zapato agujereado a ver si podía pescar nuevamente otra piedrecita de diamante que le alegrara la vida.
Pero fue inútil, ya no había piedrecitas preciosas que entraran en el agujero. Aquella hermosa casualidad, ya no pudo repetirse; y Juan finalmente entendió que en algún lugar de la tierra otra persona estaría recibiendo su pequeño diamante a través la suela agujereada de su zapato.
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