Junto a la orilla del río,
en el césped, entre chopos,
sus muslos junto a los míos
y mis ojos en sus ojos,
yo le dije que la quiero
y le arranqué una sonrisa
y me premió con un beso,
que adornó con mil caricias.
Y bajo el manto del cielo,
sin más luces que el deseo,
los dos vivimos el sueño
de entregarnos bien despiertos.
Mis manos la desnudaban
poco a poco, sin premura
y nuestras almas sudaban
de nuestra piel la ternura.
Aquella noche lancé
mi caballo a campo abierto
y con ella cabalgué
entre mis muslos muy prietos,
dosificando el placer
con la brida entre mis manos,
que en sus pechos encontré
y al galope… cabalgamos.
¡Cabalga, potra de nácar,
y encontraremos el cielo,
sigue el ritmo que tus ansias
han despertado en mi cuerpo!
Con el rocío en las frentes
y la brisa entre las manos,
nuestras miradas candentes
se continuaban amando.
Regresamos desde el río,
cuando amanecía el alba,
sin bridas y sin estribos
en una noche estrellada.
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