Me hallo rodeado de marchitos árboles, truncados espinillos, abruptas rocas, hojas mustias que remolinean con estridente roce sobre el musgo.
Sigo observando... y mi vista se distrae con una alocada bandada de pájaros que vuelan unos tras otros, como un ejército marchando al campo de combate.
Hace apenas unas horas que el sol ha cubierto su faz dorada. La noche despliega su manto negro para tenderlo sobre la claridad de la laguna cercana, donde se mira retratada la luna, reflejando mil matices de plata.
Los árboles, como espectros alineados, dan una nota de enigma helado y sombrío que intranquiliza al viajero nocturno.
Las flores, que por allí abundan, han inclinado su cáliz para dormir, hasta que los primeros rayos del sol les anuncien que ya terminó la hora del reposo.
Todo lo que contemplo delante de mí, no es más que un manto oscuro, con grandes manchas negras que se mueven en dirección del viento en infinitas formas fantásticas y caprichosas, difíciles de transcribirse, aún al lienzo del más afamado pintor...
Víctor Carlos.