Te apareces de repente como la brisa,
así como la primera decisión,
de cuya causa sólo sabe la justicia,
de cuya presencia sólo da fe tu corazón.
No hay nada que debiera darte,
mucho menos qué decirte.
Es que para amarte
no necesito que nadie me autorice.
Sólo me basta un aquí y un ahora,
llave que el mismo despertar del tiempo me ha forjado;
sólo me bastan estos ojos trasplantados
al paraíso donde moras.
Das completamente la vida,
segura de que no hay otra forma de vivir a solas.
Recoges de la cotidianidad la dicha
y hundes bajo montones de palabras aquello que te ahoga.
Hago caer mis negaciones en la fuente de la contradicción,
desde el resplandor de tu ausencia un cómplice para mi calma,
de la dificultad de convencionar el obvio aspecto de tu alma
un laberinto, no se si precioso o mortífero,
que me sirva de entrada a tu imaginación:
Colectas pétalos, hojas, pistilos durante la madrugada
puntas sensibles que emergen de la floración consciente.
Te agarras de los riscos de un cuerpo omnipresente,
trepas sus letrillas, y antes que fotografiarlos se los regalas,
porque para subir a la meseta necesitas hallarte enamorada.
Están adheridas mis fuerzas a los demás cuerpos
como una cascada que salta pero también se escurre.
He sido tocado dentro, y con otras manos le han dado forma a mis nervios,
me han llevado a donde nunca estuve.
En los vendavales desmemoriados de tu centro
se desorientan predestinados besos.
En la omisión de cada insatisfecho recuerdo
consigues la salida que te lleva derecho al cielo.
Quisiera verte, tanto como prolongar el deseo de hacerlo,
y aunque se que viéndote como me gustaría
se me vaciaría en un segundo el momento,
no me lo perdería, aunque fuera desde aquí,
aunque fuera desde lejos.
Antes de que la fruta fuera prohibida sólo habían manzanos en el paraíso