Jamás pensé que mi corazón conocería el odio.
Nunca lo había sentido y pensé que tal vez no estaba en mí.
Pero un día fatal,
la sombra que envuelve al mundo
me envolvió a mí.
Descubrí entonces que siempre estuvo ahí,
que solo había despertado.
Pero ¿cómo?, ¿por qué en mi corazón,
ese corazón desbordante de amor,
había caído rendido al sufrimiento,
a la desolación, al miedo quizás,
y finalmente al temible odio?
Me invadió, y odié lo que más amé.
Odié mi existencia, maldije mi procedencia,
ridiculicé a Dios y al hombre
en las sátiras construidas con versos,
versos que sirvieron antes
para dar vida, para dar ilusión.
Mi corazón de poeta
se había infectado
con la más terrible plaga,
y la belleza de la poesía
pasó a ser simple filosofía.
La literatura y la historia
no relataban el esfuerzo humano
ni ideales de libertad y paz.
En sus líneas,
yo solo encontré
guerras narradas, luchas fallidas,
y mi corazón, torturado por el odio,
era ya incapaz
de amar a aquel amado, de sentir a la gente.
Miraba sus ojos y me temían;
yo les temía a ellos. Siempre les temí.
Y descubrí, con el canto del ruiseñor,
que la melodía de la vida
no era más que el cortejo de la muerte.
El verano no calentaba mi cuerpo,
el invierno me torturaba.
Mis libros, hojeados por el tiempo,
yacían ahí, polvorientos, olvidados.
Un día, un extraño se acercó.
Un humano para cualquier otro,
pero para mí, Jesús y la salvación.
Vi sus ojos melancólicos,
el gesto infantil de sus manos.
Había encontrado, por fin,
el alma pura que perdí.