Ardía la lolita debajo de su cabellera
y miraba sin mirar
desde el centro de la vida que la miraban.
Pasaba el tiempo en forma de autobuses
y ella en la esquina dejaba
que se detenga la eternidad en su ombligo.
Borraba transeúntes con cada parpadeo
que invisibles se preguntaban
por qué la observa el tiempo encandilado
desde una luminaria
y por qué a cien kilómetros por hora
y calle abajo
deja que nuestra vida vuele.
Y lo que es peor todavía: por qué existe
en la avenida solo aquella luciérnaga pequeña
y por qué los que la vemos somos solo reflejos
en sus espejos de agua.
La arrebata de pronto un autobús en cuerpo y alma
dobla para siempre la esquina y nos desintegramos todos
como si fuésemos tan solo
imágenes virtuales en sus ojos de niña
mala.