A veces, solo a veces. La totalidad de lo que se nos enseña como “palabra”, no puede resguardar sino en pequeñas proporciones el terrible sentimiento que se nos retuerce por entre las vísceras. La palabra no es suficiente, no es algo a lo que se pueda recurrir en casos como el que estoy apunto de contarles. Un caso que ni siquiera sé si estoy segura de contarles. Pues la complejidad de la situación parece tan difícil de representar como cuando en su momento fue difícil presenciarla, vivirla, no vivirla y adorarla.
Fue simple, una situación completamente simple, enfermizamente simple. Como si la simpleza de su existencia evocara la complejidad de todo el universo en el más simple rincón del espacio/tiempo, donde yo casualmente me encontraba.
Fue la playa de Isla Negra el escenario de mi tragedia. Siempre me pareció el mejor lugar del mundo. En invierno podía estar todo el día sentada mirando la fusión colorida del horizonte. Esa mezcla entre amarillo y rosa intenso, adicionado al veleidoso ritmo que contienen las olas, con toda esa sabiduría oceánica que las destaca. Iban y venían como un pálpito que cegaba cualquier pensamiento y ensordecía cualquier voz presente. El frío era duro y las nubes ausentes. Era ese típico frío de playa mi favorito de todos los climas. Y allí sentada en la arena sin más que un chaleco delgado y mi cartera estaba. Como lola de quince la tonta romanticona mirando el océano con los tacones en la mano.
Siempre fui guapa. Y caliente para qué andamos con cosas. Venía de juntarme con el Pepe. Para decirle que ya no volvería a verme. Fue patético, me lloró, me imploró. Me rogó follar por última vez. No me negué. Pero el muy pobre fue coercido por su propia y decadente fisiología. Me ahorró tiempo. Tiempo para estar aquí sentada y sola con los tacones en la mano muerta de frío esperando no sé qué. Disfrutando quizá el frío, las olas, el tiempo.
-“Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos”…. Pablo Neruda era un tramposo.
Me asusté, no había notado cuando llegó. Ni cuando se sentó a mi lado. Y mientras recitaba con voz ronca y apacible aquella estrofa, sentí un escalofrío terrible. –Violador- fue lo primero que pensé. Pero no tenía la pinta de viejo verde ni mucho menos.
Era un caballero. Con traje y todo. No quise voltearme a mirar su cara hasta que terminó de hablar y dejó espacio a un silencio lo suficientemente incómodo como para hacerme iniciar la conversación.
-Bueno, ¿Y usted vive por…?
-¡Era un tramposo te digo! El tipo tenía este mar al lado suyo, tenía esos bosques atrás.-Dijo interrumpiéndome violentamente y alzando su mano hacia los árboles contiguos a la casa de Pablo que ahora sirve como museo- ¡Y para que hablar de la infinidad de mujeres que fornicaba ese bendito sujeto! ¿Era como para escribir mucho no? ¿Cómo para ganarse un Nobel?- Dijo esto último de una manera tan hilarante que no logré disimular mi risa un tanto nerviosa.
Luego me quedé callada. No supe qué decirle. Y el también optó en ese momento por el silencio. De alguna forma su carácter me atrajo de sobremanera. Siempre me han gustado los tipos mayores, y este destacaba por tener una hermosura de aquellas en la cual los brazos se le derraman a una mentalmente por su pecho cada vez que lo miraba. Tenía los ojos verdes y un cuerpo que debió ser atlético en algún momento de su juventud. Las caderas enjutas, y una espalda imponente como de militar, o luchador greco-romano... Me encantaba el viejo. Su silencio y su distancia llenaron a mi espíritu de calma y regocijo. ¿Qué querrá este tipo?
, ¿Quién será este tipo?.
Su silencio me llenó de ausencia. Y su ausencia me llenó de silencios. La playa era una fotografía fúnebre de nostalgia y arena vibrante.
-La playa está muerta.- Dijo suspirando y mirando hacia sus grandes y arrugadas manos, con una tristeza de inframundo. Lo repitió ahora gritando.-¡La playa está muerta!.- Gemía nerviosamente con los ojos en vidrio. Tiritando me miraba y repetía.- La playa, está muerta, muerta.... Se me murió la playa Catalina.- Su llanto asemejaba risa. Y su risa de pronto se volvió un conjunto de carcajadas enormes y nerviosas. Se movía de manera esquizofrénica, balanceándose para adelante y atrás sin cesar. -Catalina, Catalina se nos murió la playa Catalina.- Me abrazó con brutalidad mientras lloraba con el alma rasgada y el llanto ahogado.
-...Tranquilo, tranquilícese.-Le decía con la voz quebrada. Lo abracé le acaricié la cara.- Tranquilícese no está muerta la playa. Tranquilícese, ya, ya pasó, pasó.- Le decía y acurrucaba su cabeza contra mi pecho, como a un bebé llorando.
Pasaron un par de minutos antes de que la gente comenzara a reaccionar y a acercarse. Y al cabo de un eterno cuarto de hora estaban sus hijos tratando de levantarlo. Él me agarraba con fuerza el chaleco y casi logró arrastrarme. Pero entre los dos adolescentes notoriamente tristes y desgastados por las actitudes de su padre lograron quitarme sus manos de encima.
Yo estaba tendida en el piso llena de arena, con los cabellos alborotados y el chaleco roto. Ninguna palabra de explicación recibí de los adolescentes (no es que la esperara), y muchas preguntas recibí de la gente que se había reunido para presenciar el espectáculo.
Cuando ya se acercaban a la acera, el viejo zafó con fuerza y golpeó con un puñetazo seco y sonoro en la cara al mayor de sus hijos. Quién cayó al piso inconsciente, y mientras su hermano gritaba por ayuda, el viejo se escapó y corrió a la playa. Evadiendo a toda la gente que trató de detenerlo, en un momento pensé que volvería a aferrarse a mi. Pero por suerte estaba equivocada. El tipo sin quitarse el traje ni los anteojos, se lanzó al mar con una mueca de locura y regocijo desde la arena olímpicamente.
Una multitud enorme se encontraba en la playa gritando, pidiendo salvavidas. Chiflaban, gritaban con fuerza. Corrían de un lado hacia otro. Yo estaba aun tendida en la arena con el pecho hundido en tinieblas de la más enorme congoja. Y me quedé con la pena atorada en la garganta hasta que lo vi allí. Con los labios morados tendido en la arena, traído por un grupo de jóvenes que se había atrevido a rescatarlo.
Tenía en su rostro una mueca de niño triste.
Como de viajero cansado y perro enfermo.
Era un tipo triste.
Era un tipo muerto ese viejo.
Ese viejo que me enamoró, que me mató
Que asesinó mi playa.