La tarde aquella
en que los ojos nauseabundos del dolor
en párpados caídos de una piel marchita,
se entregaron a la soledad maldita
del tiempo sin detenimiento,
y del envejecimiento.
Sintió que nunca llegó el momento
ni el lugar fue el indicado;
solemne oía el viento
al romper en su corazón, lento.
Es que no sabía que él si había estado presente
¡que el momento y el lugar fueron todos!
No sabía que las oportunidades existieron
que la esperó
hasta que el viento dejó de volar,
que sus manos dejaron de cantar,
que las alegres olas no pudieran resistir
que su corazón dejara de latir.
Ahora,
esos ojos nauseabundos
en párpados caídos de una piel marchita
se lamentan de ignorancia y de muerte;
porque tiempo nunca hubo,
ni momento, ni lugar.
Diego Leonardo Ramírez Martínez