Pensé como cortarle el cuello al unísono horario del tiempo, el renguear lo percibo lúgubre del otro lado de la calle donde van los transeúntes pensamientos; la barbilla lumínica con su frontera apatía fricciona, exhala segundos latidos, alternándose en su gemelo tic-tac, el proscrito forastero que en el reloj habita en el perímetro de la noche.
Y la lámpara que sobresale deslumbra por la ventana, existe un cerco luminario tan ambiguo, que da largueza venadeando los cortinajes, jalón de aire tétrico detrás de aquellos muros hechos de piedra; hipo aledaño del poste. El capítulo rumor exhuma el atrio desolado de mis recuerdos, vaga en la leyenda asediada por un puerto escondido; manoseando la historia de la vieja fachada, taciturno.
Ahí está la casa, un portón perniabierto ha dejado una arista, el salitre risco de la entrada; pórtico mecánico de la puerta que frota al torno del viento, temblor lento de síncope trasfondo devuelve una crisis de su cuenca, atascando varias sombras corrosivas que se han ido sobre la cómoda del perfil.
Ya hace muchos años desenvaino los ritos.
El fresco óleo de su risa se recarga en el blando pilar huraño del eco, se acomoda entre matas lugareñas que el aire ha dejado en la valla del jardín; leños descarnados en la pared, y aquella flor conspira sobre el lienzo silvestre, y suspira en el cinto de la baranda justo sobre el corsé de la luna. La yema del ornato, breña de sus pétalos que se han caído en el palco crepúsculo de tu sombra, mi sombra en tu sombra, un monte aldeano de tu figura sembrado en la mampara del huerto, el grano de la brizna al plañir; tacto pintando el tejado sobre el inválido cierzo del oído.
En mi oído… y te escucho en el estival de mi diana, casi veraniega en el síncope breve de mi cordura.
Y sólo he encontrado el ramaje abreviando el gancho que desmiente distraído el “tú y yo”, escaldando el muro, casi al residuo comentario de la fingida arena en el simple filón de la cantera geométrica, el tronco nacimiento robusto de mis dedos dándome tu imagen, donde los recuerdos desembocan; orbita el venero.
La jungla de los cocuyos danza en la silla isométrica, en el sucio anónimo de mis ojeras.
Los cienos nebulosos de tus pasos, rejuvenecen entre los peldaños del estribo que van a dar en la escalera noctámbula. La grada vacía de aquel balcón donde el asidero besa la momia enredada de la hiedra, palco donde se desnudan los ruiseñores que de tarde en tarde habitan en la rondalla de tu ánima.
Y aquí me encuentro… con la cicatriz de un dios antiguo, nombro tu silencio, en este depósito asfalto de la instancia suprimida, respirando el vuelo de los pájaros, perdido en el insomnio de mis frases, en la nocturna armadura de la superficie que se va en la curiosa contramarea de la noche, extraviándose mi suspiro en el lúgubre pasadizo luctuoso, el plomo mercader del viento.
El amarillento sol neón, mordisquea la plantilla entre los ángulos mecánicos del inframundo ruido de los autos.; los distantes ábacos de su luz deletrean la mejilla de los rótulos.
En la pecina nebulosa, guías sin objetivo rayan cercanías sobre el acuoso umbral de la ciudad, donde los maniquíes de los dinteles sombrean antojos abstractos.
¡Ah!, aquel transgresor delincuente omnívoro, ronda la nostalgia disecada que acendró mi frente; el abrigo en que reposa el póstumo esqueleto del pensamiento, encorvando los párpados, falseando la memoria al suburbio cuerpo obscuro… naufragado de ausencias.
Bernardo Cortés Vicencio
Papantla, Ver.