La cama desconoce mi cuerpo que se
convierte en un capullo blanco al enredarse
de tantas vueltas y por completo sobre
las sábanas tibias que cubren el colchón.
El insomnio me da un codazo en las
costillas que me hace levantarme del
dolor,
del dolor que me causó
tu despedida.
Mis pies descalzos se deslizan
cautelosos por la oscuridad que
me ha perseguido por dos días
sin necesidad de programar el despertador
a las tres de la mañana.
El oído es el sentido que a falta de
mi corta vista, me hace
confiar en que no hay nadie
ni nada que me sorprenda
en mi paseo nocturno desde el cuarto
comedor.
Te veo en mi regreso a la cama
después de media hora de andar deambulando
sin sentido en este espacio tan corto de
la casa.
Te saludo y al momento transpiro un sudor
frío que me hace estremecer y
recordar que ya no existes,
y que tan sólo tengo una atenta
reacción hacia el fantasma
que me dejaste,
como último recuerdo de tu
partida