A Ricardo Vladimir,
grandísimo amigo mío.
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Cuando tú quisieras encontrarme,
aunque no te prometo mi presencia,
ni la fortuna que te di con ciencia;
súbete a las alas de cualquier ave.
Ya tú sabrás lo que la muerte sabe
y pensarás mejor de la existencia,
pues nada es, faltando el cuerpo, la esencia.
Para sentir amor, ardor: la carne.
Te devolveré, si nos encontramos,
para que sigas sintiendo dolores
y sobre paredes, felicidades.
Por última vez sentirás mis manos.
Saldrás de mi sombra, verás colores.
Ya no, por mi ausencia, serán tus males.
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Cuando, yo muerto, encuentres buganvilias,
seré en tu presente y en tu cara de luto,
esa hermosura de flor dura -y puto-
la que te enamoraba y tú sabías.
Cuando me llores siempre en mi capilla
serás víctima de mí y habrá susto,
luego en tus manos sentirás agusto
especie de fantasmas de semillas.
Y sembrarás, encima de tu miedo
y en la humedad que a todos nos dispara
con la esperanza de llegar al cielo,
en el relámpago; la flor rosada
y esperarás la muerte desde el pelo
y con los ojos cerrados en tu almohada.
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¿Te acuerdas de ese ruido de la lluvia,
cuando corrimos hacia Bellas Artes?
Si lo tienes presente, aquí te partes;
pues ya no soy Ciudad, soy Muerte Rubia.
Mis venas son huecos, parecen gubias
quietas, plateadas, hundidas edades.
Y la nostalgia en anualidades
será presente en dibujo de jubia.
Pero si de mí un recuerdo nocturno
te matara hasta la Frida engendrada;
tendría razón mi muerte, tu memoria.
Regresaría tu pensamiento puro.
Tendrías sonrisa distinta y abonada
y no defunción sino tu victoria.