Que no me lleven al hospital,
no es que desconfíe,
es que no me fio de la medicina occidental
ya estoy mejor…
(de una canción de Bunbury)
Arrumbado, en una guitarra tiesa que murmura cada hora
en la más sumida esquina de una estación inesperada,
allá el Cocodrilo tiembla y se estremece y se detiene en la puerta
arrepentido, luchando consigo mismo y contra la mala fe,
tantos años que no pasa ningún cometa por la calle, por la casa,
por la esperada esperanza que no llega, ni va a llegar.
Y contempla el Cocodrilo, con toda la paciencia que le queda
el cercano destino que le acecha el alma, y una taza de café,
y una armónica, y un brazo adolorido, y un espíritu cansado,
una sola existencia que termina y empieza y nunca acaba,
porque, la manera más fácil de cruzar las horas grasientas
de la grumosa semana es dejarse caer y llevar por el escape
mirar al suelo cuando hay gente, mirar al cielo cuando hay arboles
y enamorarse de esa tristeza que es lo único que le acompaña
enamorarse forzosamente sin cuidado de la soledad monstruosa,
el enamorado Cocodrilo de todo, se da cuenta, que solamente, está vivo.