Buen viaje, les deseó la Estatua de la Libertad.
Adiós, adiós, gritaron los presidentes del Rushmore.
Hasta la vuelta, les dijo el cowboy de Las Vegas.
América entera suplicaba: no tardéis en regresar.
Sharon, Susan y Debbie llenaron de sonrisas mil maletas
para cruzar de un salto una frontera inútil y sin voz;
alcanzaron una península remota con rostro de mujer,
piel de toro, orgullo en la sangre y ojos de carbón.
Descubrieron el país donde las viejas piedras hablan
y las cigüeñas recortan en el cielo su silueta.
Ese lugar donde los caballos bailan en las plazas
y los santos duermen en campos de estrellas.
Don Quijote les prestó a Rocinante,
el Cid puso en sus manos las riendas de Babieca
y Santiago, por no ser menos,
para ellas ensilló su caballo color de luna llena.
Sharon, Susan y Debbie escudaron con conchas el corazón
cruzaron ríos, atravesaron valles y pueblos desiertos,
bajo la sombra de árboles tan viejos como el universo,
tras la estela amarilla que conduce a la catedral del perdón.
A cada paso, Sharon soñaba mientras Debbie reía.
Delante de ellas, Susan saludaba: ¡buen camino!
Los cascos de los caballos dejaban su eterno rastro,
sendero trazado en el cielo, ruta del peregrino.