Te quise con mi poca cabeza,
adorno de mi cerviz,
hueco para escombros,
memoria de cosas muertas.
Te quise sin pensarte,
sin ideas de clavel,
destelarañándome de súbito,
a un siglo de mi reloj,
más o menos por costumbre.
Te quise sin helenismos,
sin ciencia infusa,
consuetudinariamente,
como una tribu de uno solo,
cayéndome de continuo
sobre las auroras sin red.
No estuve profiláctico
ni correcto con mis uñas,
tampoco supe sumarte,
y lo único que leí de ti
fueron los libros de tus labios
y cierto poema inguinal
al borde de tu pubis.
Me dejaste correcto,
como una frase sin faltas,
lavadito de dientes
como un niño con pijama,
planchadito de solapa
como un traje de domingo.
Me quede desexplicado
mirando los palomares del cielo
sobre un estanque ecuménico,
sin saber hacer oes
con el humo del cigarro,
cardando mis lágrimas
como ovejitas de cristal.
Nunca supe si aquello
se debió a esto o a lo otro,
si en tu pecho aullaban golondrinas
o si en realidad, tus venas
sólo eran tuberías heladas
de un edificio deshabitado.
Me dejaste y, a fin de cuentas,
no hay ningún pasaje de vuelta
porque los aviones en mi vida
siempre vuelan a lo lejos.