Sucede al principio de la vida. Una mujer alberga en su regazo a un cuerpo pequeño. Le brinda su calor, lo calma, lo arrulla. Y también puede suceder después, en otras circunstancias mas adultas...
Ella en sus cincuentas, él en los treintas. Una atracción improbable, pero probada. Ya se habían dado gusto con sus sabores particulares. Habían sudado por la misma causa e intercambiado placeres en una forma afortunada. La suerte existe, parece que aseguraran. Se complementan perfectamente.
Ella es una figura de piel de avena. El, mas flaco, se siente a gusto en su regazo. Dos labios y una lengua persiguiendo un pezón, mientras que a su compañero del otro seno un índice y un pulgar lo tienen secuestrado. Ambos sonríen. Están en el puente que va de un coito al bis. Se sienten tan uno del otro. En ese sofá no se nota diferencia alguna entre ellos. Ni de edad, ni de estatura. Si alguien los viera desde afuera no podría distinguir, no sabría que ella es la mejor amiga de la madre de él. Que llevan toda una vida conociéndose, ganando confianza, hasta tal punto que descubrirse los sexos era algo totalmente normal y anhelado.
Tener ambos el pelo corto y del mismo color es uno mas de la miríada de rasgos en común. El gusto por la intensidad, por abrazarse fuerte, por apretar los labios hasta que duela, por morderse, arañarse, asirse del cabello del otro, romperse la ropa y desordenar todo el mobiliario; También lo comparten. Por eso es que quedan tan cansados, buscando acomodo y reponer energías para el encuentro siguiente. Porque el principal interés de sus cuerpos es seguir, hasta donde sea posible...
Por eso se dan el compás de descanso en su música sexual. Por eso es natural y deseable acomodarse instintivamente. Dormitar un poco en un arrullo adulto.