Sumergido en la tierra del Sol, arrastrando una marca de oro en los pínceles de cuarzo que sostengo con mis manos, imagino la pureza de un rostro que describe el continente de norte a sur para pintarlo con ajetreo.
Las aves vuelan con oleo en sus plumas y marcan sobre el cielo la pintura de Adelina que van formando las nubes que se reflejan en el mar.
Muevo mis manos en un pergamino de cristal el grafito que va dándole forma a un cuerpo sagrado que da luz a la nebulosidad de mis deseos, trazo con un poco de nerviosismo el busto y la cadera de ese regalo que del cielo ha descendido para estar junto a mí.
Voy difuminando el carboncillo que pronto va dándole forma a la anatomía de ese ángel que recorrió con sus alas de porcelana y plumas de algodón el mundo para mostrarme una nueva ilusión.
Dibujo líneas oscuras en su cabello de bronce y ya comienza la pintura a tener sabor, emoción, ilusión; le doy su madeja risos en sus puntas, un abdomen plano y unas caderas pronunciadas. A sus alas les coloco la apariencia de nubes que danzan por el firmamento que miran las montañas las cuales debajo descansan.
En su cuello quiero matizar un collar, entonces miro el cielo de una noche despejada para copiar las estrellas que regalan a mis ojos el fulgor de una explosión que destellaría en el cuello de ese ángel mujer.
La mirada perfecta, la silueta también, el dorso blanco y sus muslos que encienden mi pasión son plasmados en un lienzo de cristal que adorna mis sueños. Se encuentra colocado de manera que mi vista en las noches con mis ojos cerrados pueda ver y sentir, para así yo poder amar y disfrutar de un retrato que de compañía a la soledad que en mis pensamientos se pueden formar.