Nací en la próspera ciudad de tus encantos,
donde viví por la calle empedrada de tus
albinos dientes,
la entrada a mi casa eran tus labios y
tu lengua de tapete anunciaba lo dulce
que era mi hogar.
Me gustaba caminar con mis manos descalzas
por tu cuerpo y pararme a observar el
panorama en los más alto de tus senos.
El camino que hice sobre tus piernas
siempre me llevo de vuelta a tu lado y
en medio había un jardín que era el paraíso.
La luz incandecente de tus ojos
nunca me incomodo para soñar contigo,
ya que en tus manos me cobijaba siempre
para dormir tranquilo.
Tenía una mascota que jugaba en el patio
a mordisquear mis celos, y que a la vez
jugueteaba a traerme la pelota de
la confianza en tí.
Yo era feliz en mi terruño,
hasta que fui exiliado
injustamente de tu piel
y me forzaste a cambiar
de domicilio.