Hallándose un día, la joven aldeana
de sonrojadas mejillas y tez clara,
en el viejo molino con sus labores,
la rueda movía con mil sudores.
Entre sacos de harina que se apilaban,
decidió posar sus cansadas nalgas.
Saltó de repente, salió despedida,
al ver que los sacos solos se movían.
Cogió su paleta, de madera de pino
y con mucho sigilo, atizó con tino.
El saco se abrió, su boca desata,
a sus pies cayó, cara de patata.
El pobre tubérculo, con mucha entrega,
confesó su amor, a la molinera.
El amor de repente allí surgió,
en el viejo molino, entre los dos.