Hugo Emilio Ocanto

un sueño

Anoche, ya muy tarde,

me dispuse a dormir.

Soñé...

Subía una interminable escalera.

Entré por una inmensa puerta.

Era un lugar extraño.

Caminé por él una gran distancia.

En el ambiente tremendamente frío,

se percibía una copiosa neblina.

Seguí caminando metros, metros...

No existían muebles.

Nada. Soledad.

Al llegar al final

del camino, divisé delante de mí

suspendidos en el aire

unos pies, uno sobre el otro.

Perforados por un largo

clavo oxidado.

Estaban ensangrentados.

Derramaban sangre

sobre un piso invisible.

Sobre ellos una acentuada

luz blanca en círculo.

En los costados de él,

pequeñas estrellas rojas

titilaban intermitentemente.

Detenido frente a estos pies,

me estremecí.

Todo mi cuerpo se contorsionaba,

y me puse a llorar desconsoladamente.

Llanto de angustia, dolor, compasión,

miedo y amor.

Presentía la presencia de Jesús

delante de mí.

Me acerqué a sus pies.

Los acaricié. Los besé.

Mi llanto continuaba.

Hablé a Jesús y llorando

le decía:

"Perdónanos! Danos paz! Perdónanos, Señor"!

Lo repetí varias veces.

Estuve allí durante mucho tiempo,

llorando y repitiendo constantemente

las mismas palabras.

Después, la neblina se disipó totalmente.

Todo era luz.

Y comencé a divisar

que sobre esos pies

se formaba un cuerpo.

Era el cuerpo de Jesús crucificado!

Mi llanto cesó.

Mi cuerpo se aplacó.

Sentí en mi corazón una inmensa

e indescriptible paz.

Me arrodillé,

y mi llanto volvió a surgir.

Me erguí.

Los pies de Jesús estaban limpios, sin sangre.

Blancos. Hermosos.

Y mi sueño dejó de serlo.

Me desperté. Eran las ocho de la mañana.

Amanecí con lágrimas en los ojos.