Poesía, recadera del alma,
cónsul general de mi locura,
quisiera darte ojos,
manos contra mis vendas,
velocidad contra mis grilletes,
alas legítimas contra mis patíbulos,
piel de ola y lirio azul.
Me paso las horas cavando en el corazón
un hueco, un hondo hueco solitario,
como el agujero en la sien
de los sórdidos suicidios,
para desclavarte de mis venas,
para liberarte
como a una sangre encarcelada
en la celda del latido.
Yo sé que tú eres buena,
que me corriges los adverbios del dolor,
la horrible caligrafía de la tristeza,
las faltas de puntuación de mis insomnios
cuando busco un beso in extremis
en la boca de un astro a punto de esfumarse
con labios de niebla y de ceniza.
Poesía que vienes y vas
por los senderos del sueño,
desnuda como una lágrima en el aire,
inhóspita como un espejo sin luz,
poesía, digo, nombrándote
entre las súbitas desapariciones
de mis seres y mis cosas,
bajo las largas uñas del desamor;
tú que invocas esdrújulos crepúsculos,
insólitos relámpagos,
transfusiones de rosas a mis sombras
en la tarde perpetua de mi melancolía,
a ti te ruego unas pocas de letras
que otorguen alivio a mis heridas,
que son tantas como los huesos rotos del mar,
como las carnes acribilladas en los paredones,
te ruego no me abandones,
ahora en la hora de mis penas, amén.