Silvia lee en las auroras
las palabras de las nubes,
los poemas de otros mundos,
las historias de la lluvia,
los refranes de las aves
y otras cosas que jamás me contará.
Silvia trabaja de noche
en el turno de la luna
y mientras enciende un cigarro
con la punta de una estrella
cierra los ojos y sueña
que es la sombra de Penélope
esperando a un Ulises de verdad.
Y cuando llama a mi puerta
hay una explosión de flores
y a los techos de la casa
se me suben los colores
porque sé que trae vientos
y una ola desclavada de su mar.
Cuando toma el café
los dos tigres de sus ojos,
por encima de la taza,
mi deseo amenazan
y en su boca habita un ángel,
los dos labios son sus alas
y la beso a tumba abierta
en la punta de sus llamas
aún a costa de que me pueda quemar.
Silvia sabe a hoja de jungla,
a liana de una selva,
a manada de leones
persiguiendo una gacela
y al quitar su piel de tela,
la de andar por las aceras,
muestra lanzas en sus pechos,
en sus muslos muestra flechas,
las cicatrices de su lucha por amar.
Silvia no tiene apellidos
pues su padre es el de todos
y su madre es el latido
de un pájaro perdido
en los fangos y los lodos
de un aire mal nacido
en el vientre de una extrema oscuridad.
Silvia es toda una mujer
de los pies a la cabeza,
ella es toda una niña
de los pelos a las uñas
cuando juega a ser muñeca
en las manos de la vida
o cuando llora mientras piensa
que es como un corazón roto
al que nadie jamás se acercará.
Silvia baila con los duendes,
con los seres nunca vistos,
Silvia baila lentamente
la canción de los proscritos,
la balada de los tristes
y ella gira tan despacio
como si parase el tiempo
o como si los calendarios
no tuviesen otro día que contar.
Silvia se fue una mañana
a la hora de mis hielos,
se marchó y no dijo nada
me dejó vacío el cielo,
me dejó tocando el suelo
con mis pies y con mis lágrimas.
Si la veis en algún pueblo,
alguna calle o alguna playa,
decidle que aún la quiero
y que nunca la podré ya olvidar.