Esta vez no les hablare de mi amado vampiro perdido en algún sitio voraz del mundo, ni de mis paseos nocturnos por los recovecos del averno, no, esta vez no.
Mientras recorría el mismo camino que desde hace más de 18 años conozco, observaba mi alrededor, ¿qué hay de interesante en ver un montón de maleza? Seguramente se preguntaran y la verdad yo tampoco se, tal vez en ese momento no solo era un ecosistema, ese instante fue distinto porque el aire estaba inundado del dulce aroma de las flores de café y el sol bañaba el horizonte de una manera singular puesto que no era ese sol picoso de un mediodía no, era un sol moribundo de notas melancólicas y de un matiz vivaz en ciertas partes.
La comunión de la naturaleza con mi alma, trajo a mi miles de recuerdos pegajosos, deseaba cerrar los ojos y solo escuchar a mi alrededor pero no esos ruidos martirizantes de autos en las calles, los gritos de una muchedumbre frenética por el estrés o la música taladrando los oídos, no, lo que quería era abrir mi cuerpo y liberar mi espíritu. De alguna manera lo hice y pude escuchar el melodioso vaivén de las hojas, el crepitar de las ramas y el trino de las avecillas, era sencillamente fácil, la vida por un fugaz minuto fue divertida, sin preocupaciones, sin nada mas en que pensar.
No estoy segura de lo que fue, ¿la hipótesis de la invención de mi desquiciada imaginación o tal vez un diminuto viaje a lo que el ser humano ha dejado atrás?
¿Qué parte de nosotros renuncio a la unión de un mundo adverso? Hemos canjeado la posibilidad de ver las estrellas por ver los faroles que iluminan las avenidas, dejamos de sentir la lluvia por temor a que arruine nuestro maquillaje, viajamos tan aprisa por la vida que se nos ha olvidado lo bello que puede ser un amanecer y lo mágico de un atardecer.