A las tres de la tarde desperté,
caminé hacia el río
y allí, parada, vestida de blanco
la señora esa,
aquella cuya presencia
me intrigaba,
me sorprendía su figura,
me inquietaba.
Me quedé parado,
me senté en la orilla
del río aquel que me atraía tanto,
Todo era sorpresa,
la luz de la tarde
encendía mi cuerpo,
el calor pesado,
mi espalda ardía.
Le pregunté la hora,
era una excusa
y se dio cuenta,
me miró silente
con la mirada fija,
sin expresión su rostro
no contestó nada.
Me miró a los ojos
su mirada adusta
sin ningún gesto
como un ánima,
como si fuera nada
se retiró sin mueca,
sin ningún reclamo.
Me acerqué al río
me mojé la cara
y al tocar el agua
me tomó del hombro.
Era ella, la señora blanca,
me miró muy fijo
y no esbozó palabra,
caminó hacia atrás
como queriendo irse
y sin palabra alguna
se retiró en silencio.
Caminé por la orilla
del río aquel que me atraía tanto
llegué al cementerio,
sus puertas abiertas
me invitaban al paso
y en la primer tumba
observé una foto
era ella, la señora aquella
y en su epitafio rezaba
que en río santo perdió su vida
su vida plena, llena de encanto,
junto a su amigo amado.
Un poema dulce
lo leí despacio:
“Iré al río, cada día pleno,
miraré sus aguas,
me quedaré en silencio,
buscaré mi vida
que perdí nadando
y al besar su arena
lloraré en un rezo
una plegaria santa
para mi alma buena”
Quedé perplejo
como extrañado
me fui alejando
y en la tumba siguiente
¡encontré mi foto…!
CARLOS A. BADARACCO
9/9/11
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