Estoy en mi ventana
contemplando
la calle de mi barrio.
Frente a mi casa
existe un convento
de hermanas religiosas.
El frente de él,
se ve siempre impecable.
Las hermanas son
un amor de bondad.
Todas las tardes
los niños juegan
en ese frente
sagrado.
Son las hijas
de Dios que lo habitan.
Veo a un niño,
pobrecito, de unos
nueve años, que llama
a la puerta del convento.
Está humildemente vestido
y sin calzado.
Una de las hermanas
lo atiende.
Dialogan. El niño
se sienta en el umbral.
Espera. Continúo observando.
La hermanita abre la puerta
y diviso que le entrega
un recipiente.
Aparentemente es un tazón.
Se despide del niño
acariciándole
sus cabellos.
El niño huele su contenido.
Se queda pensativo.
Vuelve a sentarse,
y medita.
Se levanta abruptamente
y con bronca
arroja la sopa sobre
la pared del convento.
Lo veo partir, corriendo.