Se dispuso a escribir afanosamente, en una noche negra y lluviosa, en una noche fría de medio año. Al parecer todo era perfecto para tomar pluma y papel y para terminarse la pluma y el papel. Se preparó un café muy cargado, sin azúcar, en aquella taza preferida y entró a su estudio.
Tomó asiento en una silla de madera que hacía juego con la mesa y con la vitrina que yacía en la pared izquierda. Extendió en la mesa su papel blanco, entrelazó sus dedos con la pluma negra, dejó el café a su lado derecho y comenzó a escribir.
La luz cándida de la luna entraba por la ventana y la taza hacía una leve sombra en el papel, el viento quedaba afuera por la acción del cristal cerrado, el tiempo transcurría lentamente en el reloj de pared y se dejaba ver ya una gota de sudor en su frente y una hoja hecha bola en el bote de basura.
Escribió toda la noche, escribió sin concebir con lucidez algunas líneas, y así pasó una hora, pasaron dos horas, tres horas, así desfilaron las horas anteriores a la salida del sol por el largo horizonte. El bote de basura estaba lleno de hojas arrugadas, y en la alfombra había unas cuantas más, el sudor ya era notorio en todo su rostro y en la mesa, también aparecieron ojeras de cansancio y el trino de dos o tres aves descansadas.
Se levantó abruptamente de su estancia con las manos vacías, salió apresurado del estudio y no volvió. Dejó la pluma encima del papel con tachones, papel igual a todos los demás, sólo que éste no estaba arrugado.