Me veo en los prados de tu rostro joven
y en las arrugas del vecino viejo
en los callos del barrendero del barrio
y en el mundo oscuro del hombre ciego.
Me reflejo en los ojos del mendigo hambriento,
que miran sin mirar,
mientras se aleja tras la negación
que, coordinados, le obsequiaron
mi cabeza y mi dedo medio.
Me identifi(qué)(co)(caré) en la ilusión mentirosa
que alumbra a los enamorados cursis
al darse el primer beso
y en la relidad reveladora
de una despedida que abre ante ellos
un horizonte nuevo (o a veces semi-nuevo).
Me noto tan pasivo como el paralítico
y tan resignado como quien empuja su silla rodante
(¿será ésta peor que la silla eléctrica?
también en el gesto previo al desenlace
del que muere en ella, me veo).
No me es ajeno el poder
que siente tener el juez
para poder señalar con el dedo.
Me identifico con la fe del hombre ingenuo
y con la dulce sonrisa de la niña que,
despreocupada, juega a ser mamá
de una muñeca plástica
en quien también me aprecio.
Me encuentro en los gemidos de dolor y placer
de una mujer virgen desgarrada por dentro.
Me hallo poseedor del instinto
del machete carroñero del carnicero
y de la actitud inerte
de la carne que recibe de golpe
el poder de su filo terco
como queriendo arrancarle un grito
al romper sus tejidos muertos.
¿Acaso hay algún aspecto tan opaco
que no permita reflejarse en él?
¿Es que acaso todo es un espejo?
JCEM