Nos mirábamos a través
de la telaraña de humo
que en el aire
tejían nuestros cigarrillos.
Tus ojos eran como perlas olívicas
transexuadas en granos de café
con su aroma biselado en tus pestañas.
Me atrapaban los círculos órficos
de tus pupilas aritméticas,
el fulgor agrimensor de tu mirada.
Así mientras tus ojos transgredían
la normativa fundamental de los colores,
se atornillaban a mis ojos,
fijándolos con las tuercas oscuras de tus iris.
Fumábamos hierba de amor,
raíces de árbol carnal,
segmentos de axilas sin exilio,
semillas de pubis y heliotropos
o las hojas mismas del Deseo.
Tú que siempre has sido de calada fácil,
de pulmón pirata,
con tu tos bronquítica y corsaria
trepando por el palo mayor de tu garganta,
me entregabas, con tus labios de volar,
gaviotas de carmín y nicotina
como al mar de fondo azul
el vestal atardecer
sus obleas de nubes escarlatas.
Por lo tanto me besabas
hasta arrancarme la salud
con tu lengua cosida de alquitrán,
hasta abrir mi flor de lis
con tu tormentosa sobredosis de saliva.
Luego, a la hora de olvidarme
me abandonabas entre los naipes
de una vieja baraja
que sólo sirve para jugar al solitario.
Jamás he vuelto a hallar
otra hada bajo el ovillo del tabaco,
porque ahora, entre otras cosas,
está prohibido tejer con cigarrillos
telarañas de humo en los cafés.
Extraño fieramente tu tos descontrolada,
tu absurda manera de echarte a perder
mientras desde este rincón de la vida
aún guardo la esperanza
de que algún día regreses
a repartir la suerte de este naipe
que un día marcaste con tus uñas amarillas.