Condenadme, por respirar,
por amar un poema proscrito,
por saber de un rostro que no fue concedido,
por desandar las calles, con aliento de pecador
insaciable,
por inquirir en lo exiguo y la grandeza del alma,
condenadme, por la fanática oratoria,
por mi devoción al profesional empeño,
por entregar la luz a fanales apetentes,
por hacer un sacerdocio de mi cometido,
condenadme, por haber nacido en mi piel,
por destilar la piedra bajo mi desnudo origen,
por venir pletórico de orgullo, del decente aliento,
por calarme bajo la lluvia, de regreso al hogar, viendo
ahogarse la senda;
por pujar un parto de abundancia en medio de la
estrechez.
Condenadme, por mis sueños de samaritano,
por dar más de una vez, sin meditar el por qué,
por haber entregado tanto, a cambio de nada,
por justificar el cruento error del amigo,
por reventar mi orgullo, en pos de la fe;
por todos mis grandes y humanos errores.
pero no me condenen por amar a mis vástagos,
por palparles el rostro, besarles la ausencia,
inmortalizarles la infancia;
por querer otorgar, a ellas, en lo dilatado del tiempo,
un trozo de mi libertad.