La hoja ya no cae del árbol.
Mi abismo es de cuatro bordes que se elevan a la superficie,
Abrí mis oídos bajo el agua y fui sordo.
Grité histérico en el tumulto y fui mudo.
Ahora se embalsaman las ideas como quien congela un trueno.
Y el sueño se hizo más profundo que los versos.
Y vino una mujer marchita, de ceniza,
de gota aullando en la ventana, cayendo fría hasta mi boca.
Me derrumbé en noche de puerta cerrada y ni el llanto vino a verme.
Así el papel se hizo mi almohada y con mi versos, mi sosiego.
Nadie entendió que en la mañana no desperté,
sólo encegueció la luz del día y el fulgor mezclado de la noche.
Pero ya no tuve miedo a la voz que salía de la almohada.
Y pasé del soleado túnel al oscuro abismo.
Estas que no son las más bellas poesías, temblaron de sed
y se murieron ahogadas por el triste clamor de una estatua.
Me hicieron creer que los sueños estaban en el cielo.
Y no miré el infierno que en la penumbra crecía debajo de mi cama.
Y cuando desperté seguía soñando con estar despierto.
Y cuando desperté estaba en un tornado de dudas y rebeldías.
Pero un día no trepé a las nubes con escafandra ni linternas,
ni me hundí en el mar creyendo que nadaba como las golondrinas.
Cuidé a mi ángel mientras él dormía.
Arropé mi cobija, al verle sola.