Extrañas maneras las de Dios,
sabias por cierto,
intrincadas como el misterio engendrado
en el espíritu del desierto,
nos envuelven en halos invisibles
con hilos de oro
bordados por ángeles secretos
que cuidan su trono.
Una vez más Él me recuerda,
incansable esperanza puesta en nosotros,
que no hay nada que mis manos puedan
solas y llenas de antojos,
que nada muevo de dorados hilos
aunque tanto lo parezca,
que yo soy tan poquita cosa
y basta mirar las estrellas.
Entonces ayer en mis penas tan leves
que a mi me sabían a toneladas,
alcancé a hacer el silencio
suficiente para que me hablara,
por qué lloraba mi alma?
por qué gorjeaba mi voz?
acaso alguna vez he fallado?
a dónde está ahora tu Dios?
Me senté al borde del llanto,
ese que de pronto cesa
cuando descubre que todos los miedos
estaban en la cabeza,
si el corazón sabe!
si el corazón lo presiente,
si se ha acunado en su beso por años,
si no existe nada más fuerte.
Qué tontos somos los humanos,
me volví a rendir a sus pies,
entregué a sus llagas benditas
todo lo que yo quería hacer,
todo el destino, toda la vida,
toda la gente, todo el corazón,
como si acaso me pertenecieran,
pero igual así lo hice yo.
Esa noche vacía y triste
por mi impotencia asumida y aceptada
por fin logré dormir profundamente
a lo que Dios dispusiera, entregada,
y al otro día, de sol escondido,
que ya nada buscaba ni nada pretendía,
me llegó con un salto en el pecho,
insospechada y en tiempo perfecto
la respuesta que tanto quería.