Caminó entre verdes y amarillentos y a la vera del sendero
unos pañuelos rojos lo perturbaron.
Fue transportando sus recuerdos por un puente blanco
de maderas y hierros retorcidos
Allí se mezcló la desazón y el hastío.
Los aires del sur lo envolvieron
se acurrucaron en su cuerpo
Arropándolo, seduciéndolo siendo parte de esos vientos
mares de ráfagas y rebeldías.
Sus olores y aromas se impregnaron
en su ser indómito y altanero.
Esos cielos diáfanos, límpidos, esas mañanas heladas
en las que un velo blanquecino cubrió su alma.
Ese frío que corroe hasta los tuétanos
donde la destemplanza se hace amiga de las horas, de los días
desandando senderos de pasos que se marchitan
uno tras otros desfilan entre polvo y arenilla
que se pega y se respira como parte de la vida.
Miró el río embelesado
esas aguas que discuten y preguntan
entre piedras y transparencias
juguetean con las orillas.
Se encontró en un pedregal interminable
formado por bloques negros y naranjas,
tapizados por un verde musgo.
Enmarcando el firmamento, unas colinas suaves
Siguió misterioso, escondiéndose entre los álamos y los sauces.
Ya con las luces difusas
en un halo de arrogancia, vio sombras y siluetas.
La noche se apodera de los tiempos
miles de insectos se enamoran de los silencios
en un escenario que se grabó en sus retinas.
Autor: Segovia Monti.