Este deseo tan disponible a beberme toda esa imagen de mujer desnuda
debajo de las gotas que envía el Eterno ante la Tierra bañada de pecados,
pecados de hambre, de un cuerpo que se aferra a mis pensamientos,
que me consume, que me come las ganas de mantener por siempre en mis palmas las curvas de sus más delicados detalles, de sus cabellos y sus senos: fuente de la ansiedad en que vivo por no poder pintarlos en un cuadro donde mi imaginación acabe, donde el blanco y el negro simbolicen el arcoíris de sus ojos y el entorno del cielo.
El deseo y algo más…
La necesidad de labios de hembra, finos,
que me cortan mientras transforman mi sexo en la bendición del pan del hambriento;
mientras su mirada la va clavando con golpes de caricias sobre mi piel hasta que duele no sentirlas, hasta que duele su ausencia…
No terminará la línea de llenarme de sabiduría para mostrarme delicadamente culta y educada ante su figura y adivinar su lenguaje.
Callará cuando el mundo deje de reír de sus propios deseos,
no habrá que guardar el secreto de quien ha escrito el pensamiento del santo que se muestra ofendido ante los demás, pero detrás de sus ojos blasfemos ocultándose morbosamente a saciar su capricho de humano.