“En algún lugar
muy dentro de tu mente
siempre has sabido
que era cierto”
No hacía falta nadie más, 3, 6, 9…27000, todo era igual siempre y cuando sean múltiplos de tres. Existían mucho mas allá de la lluvia, mucho mas allá del largo, del alto y de la profundidad, se movían a muy alta velocidad, fuera del alcance de la vista humana, solamente a estas velocidades uno podría vivir 1000 veces más y luego simplemente morir como cada uno de “los mortales”. Tal vez por ese mismo motivo yo estaba allí sentado viéndolos pasar.
En algún momento vino la enfermera, luego una mucama, enseguida la cama 201 6 quedó a disposición, sería un nuevo paciente el que completara la lista de 6, pequeños infartos en su sistema circulatorio habían dañado de tal manera su organismo que ahora un impetuoso hombre se había transformado en un joven anciano, hablaba pausado, casi entre cortadamente, rememoraba viejas anécdotas mientras la enfermera le colocaba el suero con los medicamentos anticoagulantes, los hijos esperaban afuera en el pasillo, esos eran momentos interminables y por sus mentes turbadas por la desgracia pasaban como en cámara lenta miles de fogonazos pasados y futuros, se mezclaban en el diálogo los pensamientos íntimos de cada uno, pesimistas: el miedo era el presente.
Los días eran siempre mas o menos iguales, mucha gente se agolpaba en la guardia y al final una puerta separaba la gravedad del desconocimiento, cada tanto salía un médico y decía un apellido en voz alta, enseguida uno o dos o tres personas concurrían, alguno levantando su mano derecha como diciendo “presente, acá estoy…estamos”, luego el médico sin ningún tipo de miramientos ni del más mínimo pudor, ni siquiera bajando la voz les daba un frío parte de situación que siempre iba desde lo grave a lo extremo, allí casi nadie concurría por una gripe. Yo observaba todo mientras introducía dos monedas de 1 peso en la máquina de café, elegía el tipo y la cantidad de azúcar y esperaba a que se completara todo el ciclo, precisamente era tranquilizador el hecho de depender de esa bendita máquina, habíamos logrado llegar a un alto grado de automatización, si una máquina podía coger un vasito de telgopor, interpretar una orden dada, seleccionar y dosificar las cantidades exactas de café, leche y azúcar sin siquiera se rebase del recipiente y otorgar una bebida relativamente exquisita a la temperatura exacta, podíamos hacer todo. Eso si, cada dos días concurría una mujer muy joven y muy bonita a primera hora de la mañana a recargar los insumos, una camperita de “Nescafé” la hacían totalmente ajena al resto de la gente que se movía alrededor hacia las escaleras, los ascensores o simplemente la que se dirigía a firmar un libro de actas obligatorio para las personas dedicadas a cuidar a los internos. Cada uno estaba modificando el espacio tiempo del otro y en su conjunto e inconcientemente el resultado era éste.
A la noche era otra cosa, los movimientos eran mucho mas lentos, a partir de las 6 de la tarde se permitían las visitas y a las 7 ya no quedaba nadie, entonces dos guardias recorrían todo el edificio asegurándose que nadie, excepto aquellas personas designadas a cuidar a los internos y previamente registradas en el libro de actas, se quedara. A eso de las 8 se servía la cena y a las 9 ya preparaban a todos para dormir; ahí empezaba otra historia, al principio algún quejido rompía el silencio de los pasillos a oscuras, la luz venía desde el hall central, el único iluminado y todas las sombras se alargaban desde allí, algunos cuidadores se acostaban en las sillas en módulos de a cuatro y yo podía imaginar sus columnas vertebrales siguiendo las distintas elevaciones de cada una de ellas, entonces ocurrió el primer grito, un quejido profundo, venía de la habitación contigua, una mujer de avanzada edad ya no podía soportar el dolor y sin embargo el dolor era lo único que la mantenía en esta dimensión, la dimensión del dolor le decía yo, estaba encerrada aún porque estaba viva y ella deseaba morir de una buena vez, entonces allí estaba, entre dos módulos de sillas una mujer, una anciana en silla de ruedas, la silueta era inconfundible a pesar de la sombra alargada a contra luz, la miré sin sorpresa, quise reconocerla, traté de reconocerla pero no había caso mi memoria no era tan precisa, no sabía su nombre, ni donde había estado internada ni la fecha de su muerte, me era imposible recordar tantos números y quise preguntarles a dos enfermeros que se acercaban a cambiar sueros y a dar medicamentos pero fueron incapaces de dar respuesta alguna, estaban atónitos, paralizados, la mujer puso sus manos en el aro de cada rueda de su silla y lentamente se puso en movimiento, pasó por delante de los dos empleados y siguió hasta el hall iluminado, dobló hacia la izquierda camino a los ascensores y desapareció tan rápido como había aparecido. Los dos hombres me miraron y yo les dije “estas cosas ocurren” y ellos lo sabían pero no me vieron o tal vez me ignoraron, la anciana ya no se quejaba.