Mil incoloras estrellas tenía,
que frente a mí tan fugaces pasaban,
y otras tenía, que en mí se estrellaban.
Con sus rayos iluminaba el día,
un diáfano halo de siete colores,
que alegraba, cálido, mis humores.
Al desmayar en el suelo se oía,
de los astros que pasaban delante,
el grito lacónico y crepitante.
De los que en mí se posaban, veía
la ensenada por ellos conformada,
y, disuelta en satines, su cascada.
Resbalando entre vapores había,
un húmedo alud de cuerpos astrales,
desbaratando, ligeros, mis males.