Diaz Valero Alejandro José

Un pueblo fantástico

Supe que había llegado al pueblo al ver las luces enterradas en la arena, pues recordé que los habitantes de aquel pueblo siempre desenterraban las luces para pintarlas mariposas.

 

Al llegar vi bandadas de aves que volaban encima de mi cabeza, pude comprobar que nada había cambiado en ellos, aún tenían sus treinta y siete plumas. Ese era el número exacto que se les tenía permitido llevar en su plumaje; ni una más ni una menos. La mayoría usaba treinta y cuatro para su vuelo y tres como ornamento en sus copetes. Si alguno osaba en tener más de treinta y siete plumas, las otras se las arrancaban a picotazos y las dejaban danzando en el aire donde permanecían por mucho tiempo, hasta que se congelaban y servían luego de lanzas que eran usadas para desenterrar los rayos de luces que el sol enterraba en la arena.

 

Caminé por las calles despobladas, sólo un par de gatos y un perro viejo,  cruzaron por mi camino. Los gatos tenían los ojos anaranjados y ronroneaban como si sospecharan que yo era un antiguo habitante del pueblo, tal vez en un plano distinto me hayan conocido en cualquiera de sus seis vidas anteriores. El perro tenía los ojos color uva, y su mirada triste parecía una botella de vino derramada.

 

Por fin llegué a la casa, me costó llegar, pues no estaba en el mismo sitio, hasta los árboles cambiaron de lugar, los que dejé en el frente ahora estaban en el patio, y viceversa. Menos mal que yo había dejado un corazón con una flecha en uno de los troncos de los árboles del patio y ahora lo recordé al verlo en el frente, aunque el corazón era el mismo, ya la flecha no estaba, pero eso no me despistó, sin duda era el mismo árbol.

 

La casa tenía las puertas de par en par, y las ventanas de igual modo, parece como si un huracán hubiese entrado y arrancado de raíz todo lo que había en su interior. No habían sillas, ni cuadros, ni cortinas, ni platos; podría decirse que no había nada; sólo pisos. Ah, perdón, solo quedó la mesa del comedor. Allá estaba ella sola, en silencio como si estuviera esperándome, es más todavía tenía encima de ella, la nota doblada donde dejé escrito que volvería, parece que ni la leyeron, porque todos se fueron y no me esperaron.

 

 Tendré que irme al patio a desenterrar luces, pintar mariposas y salir de nuevo del pueblo perseguido por el perro de ojos morados que en vez de perseguir a los gatos de ojos anaranjados decidió perseguirme cuando intenté regresar  a mi mundo a buscar la flecha que faltaba en el árbol  del frente que dibujé en el patio,  mientras las aves de treinta y siete plumas seguían volando sobre mi cabeza.


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