Hice la cola para entrar al cine, los pies ya me dolían parece como si hubiese recorrido un desierto en ida y vuelta. Había mucha gente hasta daba la impresión que todos habían recorrido conmigo el mismo desierto.
Las manos iban cargadas de confites y gaseosas, los ojos en cambio iban vacios, sin luz, sin brillo porque esperaban la película. Querían bañarse de la luz y de la acción de la pantalla gigante, que arrancarían de sus órbitas las miradas aún dormidas que durante siglos esperaban el estreno milenario que jamás sería nominado a ningún premio, pero que tenía un mensaje único que había que disfrutar.
La gente al entrar en la sala se ubicaba en sus asientos y comenzaba a contar la película, claro lo que se podían imaginar de ella, pues era un estreno y nadie la había visto proyectada. Luego de esas especulaciones particulares todos se quedaron dormidos, yo fui el único que estaba despierto al momento de comenzar la película y el único también, cuando la película llego a su fin.
Comenzaron a encender las luces y muchos con los ojos encandilados buscaban la almohada para seguir durmiendo, claro que no la hallaron, pues las almohadas estaban kilómetros del lugar, porque a las almohadas no les gusta ir al cine. Algunos hasta preguntaban ¿Qué hora es? Y otras hasta afirmaban con desgano ¡Hoy no hay clases! Y seguían su sueño fantástico como si quisieran seguir viendo la película en sueños.
Después de todo nadie me preguntó a que se refería la película, ¡Menos mal! Porque yo tampoco recordaba haberla visto, mis ojos se desorbitaron y se perdieron en la oscuridad como dos canicas brillantes que rodaban por debajo de los asientos. Aún así, sin ver nada, salí de la sala agarrado de las sillas y tropezando con la gente.
Sólo me queda esperar las próximas carteleras para intentar mirar otra película de estreno tan buena como aquella.
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