Yo no quería asistir. No estaba acostumbrado a esos eventos sigilosos, místicos y plañideros.
Algunas veces los veía pasar desde mi ventana, pero nunca me atreví a preguntar quién era el finado. Eso no me interesaba, al contrario, me producía escalofríos y extrañas sensaciones. Por eso no estaba dispuesto a asistir.
Casi no recuerdo cómo pasó, pero en un instante me encontré completamente vestido y bajando el ascensor. Una fuerza desconocida me impulsaba y no me permitía retroceder. Iba en contra de mis deseos refunfuñando por dentro al no poder impedirlo.
Casi no sentía mis pies, ni mis manos, ni mi cuerpo, pero eso era lo que menos me importaba. Ahora más que nunca sentí un dolor muy grande en mi pecho. El estómago coreaba un inminente desalojo al ver el féretro. Todo me daba vueltas.
Nunca me habían gustado los entierros, pero ya estaba allí y tenía que cumplir con la sociedad; ensalzar las virtudes del difunto, poner cara de dolor por su partida y llevarlo lo más rápidamente posible al agujero para terminar con el suplicio.
La capilla estaba llena de personas que lloraban y no quise mirar sus caras por temor a contagiarme de lágrimas. Ver sus rostros me llenaría de ira. Para mí la mayoría de los asistentes a estos actos son hipócritas. Solo llevan flores llenas de dolor y después olvido a las tumbas.
Desde el primer momento pude ver que faltaba quien ayudara con el féretro. Todos querían ir detrás, pero nadie quería cargar el muerto. Extraña forma de querer –pensé-
Recuerdo que pesaba mucho y sudé como un loco. Cada paso era como drogarme nuevamente; aspirar el letal polvo una y mil veces hasta quedar exhausto y eufórico al mismo tiempo... sentía un poco menos de vida.
Ya no podía soportarlo y pedí ayuda, pero no me escucharon. Era como si no existiese.
Lo más curioso es que no me sentía los pies, ni las manos, mucho menos el cuerpo. Al comenzar el último responso en el cementerio finalmente me atreví a echar una ojeada al cadáver. Entonces me di cuenta que era yo.