"Se despidieron y en el adiós ya estaba la bienvenida" - Mario Benedetti
Es obvio y evidente que ellos no hablan de cosas simples o sin importancia. Entonces uno, haciendo honor a aquello de que “el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo”, o lo otro, mejor, de que “el zorro pierde el pelo, pero no las mañas”, se detiene a atarse los cordones de los zapatos, aunque no existan tales cordones, ya que los mocasines no los tienen. Y yo uso mocasiones.
Dejemos por ahí lo del diablo. No quiero hablar de él, no me simpatiza. Pero el zorro… el zorro es tan astuto que siempre para la oreja para aprender de los ruidos del entorno, incluso hasta las murmuraciones de la gente en salvaguarda de su vida. Yo he visto zorros, en el campo atándose los cordones de los zapatos, disimuladamente, solamente para escuchar.
Pero este zorro ha olvidado que se olvida de las cosas y entonces se olvidó
que está un poco sordo y la distancia no le permite oír más que el soplido del viento que viene desde el otro lado.
Eso sí, parece que el tema es grave, porque él baja de la vereda y patea una piedrita y ella dibuja círculos con la puntita de su delicado piececito, dibujando tantas curvas como el más intrincado circuito de Fórmula Uno. Tiene los brazos cruzados y su cuerpo apoyado en la pared.
Y él vuelve, con ampulosos ademanes –no me gusta este tipo, más me gusta la señorita-, y ella mira hacia el piso, en donde el círculo antes dibujado no está y si existe alguna lagrimita que ha caído temblorosa.
A su lado pasa una pareja mirándose a los ojos sin importarle nada de nada, más que sus reflejos en los otros ojos. Y ellos, cada uno por su lado, los miran con odio, mejor dicho debe ser envidia.
Y me miran a mí, quizás imaginándose que estoy tratando de inmiscuirme en sus asuntos o tal vez se han percatado que mi calzado no tiene cordones y que estoy haciendo nudos de aire solamente.
No es así, siguen su charla. O sea, cesa su charla y el muchacho se acerca a la chica y se ve que no sabe si darle la mano o darle un beso. Y opta por lo segundo… en la mejilla.
Coloca sus manos en los bolsillos y se dirige al centro de la calle, despaciosamente, pateando pedruscos, y por allí golpea con furia una piedra más grande y camina (rengueando), hasta perderse. Ella, como despabilándose, con lentitud trepa los tres escalones de la escalerilla y se introduce en una de las salas del cine.
Termino entonces de atar los imaginarios cordones de mis imaginarios botines, porque he quedado, fíjese, ridículamente agachado con una rodilla en tierra y mis manos dando vueltas, haciendo nudos con las brisas que vienen del sur.
Y eso es todo.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.
(Publicado el 29-08-2009)
Con esta narración me ocurrió algo curioso: en el film argentino “El secreto de sus ojos”, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera en 2010, los personajes que hacían Ricardo Darín y Guillermo Franchela fueron descubiertos en una pesquisa secreta, justamente porque este último –entre otras situaciones- se ataba imaginariamente los cordones de sus mocasiones, que obviamente no existían. La película la vi yo mucho después que publiqué este relato en el foro y me causó risa la similitud de las circunstancias. A propósito, es una película absolutamente recomendable.