minsandi

Elegía a Troya

Se huele el aroma de los siglos,

se palpan las perdidas eras.

El suelo protege la historia

ya leída en palabras griegas,

vistas en cántaros quebrados

de los cantos y las tragedias,

tan antiquísimas como Argos,

tan antiguas como Micenas,

tan osadísimas como Ítaca:

temibles ciudades guerreras

adversarias de la gran urbe

que se defendió como fiera

y vendió cara su derrota

hasta caer en las arenas.

 

Una gema que fue raptada

es el motivo de la guerra:

llevada fue en muy veloz nave

por las bravas aguas egeas

para que ella fuera el adorno

de la mítica urbe guerrera,

enigma fuerte para muchos.

Para otros, es la ardiente estrella,

la Polaris que los inspira

a pelear sus propias guerras.

 

Fiera, la espada se oye y ruge

porque Agamenón la flamea

en reclamo tan furibundo

que toda Troya le abuchea:

su corazón aún reclama

la devolución de la reina,

y como completa venganza

quiere a Troya bajo sus huellas.

 

Una estirpe ya legendaria

sus gloriosos nombres ondea,

acumulando las historias

que cantarán las epopeyas,

las doncellas en cada campo,

los soldados en otras guerras…

La clara astucia de Odiseo,

de Aquiles su leal firmeza,

Héctor el nombre caballero,

el rey Príamo y su entereza

adornan con toda elegancia

la historia con las bellas perlas

que muchas veces aparecen

escondidas entre malezas.

¡Cuánto se inspiraron los griegos

con sus nombres en las leyendas!

 

Los muertes vienen, y se van

acumulando tras la guerra,

dejando las rojas semillas

que brotarán como sus teas,

las incendiarias vengadoras

de las pasiones traicioneras.

¡Cuán infames pueden mostrarse

los humanos cuando pelean

y extraen todos los conflictos

que en su interior ellos albergan!

 

En el silencio provocado

por la intensa lluvia de flechas,

una pregunta fiera emerge

avasallando la conciencia:

“¿Y qué de los dioses, testigos

y partícipes de las guerras?”

Por las calles ya desoladas

se escucha una dulce tragedia,

evocadora melodía

de una fe que se deshuesa

al huir de las realidades

que perdieron toda certeza:

 

“Son estos dioses y estos reyes

los que destruyen nuestra tierra,

porque sólo se preocupan

por usurparnos la riqueza

aunque nuestros hijos se queden

con panes de viento y pobreza.

¿Para qué dioses complacidos

en nuestro dolor y miseria?

¿No habrá un Dios, hoy desconocido

que ofrezca su paz a la tierra,

que nos mire con ojos de hombre

al borrar todas las fronteras

y procurar que todo humano

alimento en su plato tenga,

abriendo nuevos horizontes

al corazón que libre sueña

extinguir todas sus arrugas

y acabar con su propia guerra?”

 

Ilión cayó, y con ella fue

destruida la palabra fiera

de una antorcha que procuró

no ser borrada de la tierra

y enterrada en el negro abismo

que el azul Egeo bloquea.

Una voz milenaria lucha

por mantener la viva tea,

canto que se dejó anotado

como prueba de su existencia:

 

“¡Cómo caíste, Ilión amada

en la heroica lucha, que fiera

diste en noble y leal batalla

a las fuertes tropas aqueas!

¡Vendiste cara tu derrota

hasta dar la última pelea!

Vencida fuiste por la infame

fiel astucia, que traicionera

te entregó sus finos halagos

en equina piel de madera…

lo demás fue la destrucción

y la anulación de las huellas

que los héroes impregnaron

en las hojas de las estrellas.

 

Sólo quedan, como hojas vivas

las pisadas de un tal Eneas…”