Fue una tarde de un día cualquiera…
La hora acordada tocó la puerta... Era tu llamada y no sabía qué hacer,
me inventé mil razones para no atender…
Quería abrir la llamada pero no me atrevía.
Quizás detrás de ella habría un valle encantado,
o tal vez un infierno fatal, presa mortal, pero temía averiguarlo…
Sentía que mataba una experiencia atrevida;
el corazón gritaba: ¡Sí!, ¡Sí!, ¡Sí!... Y la razón ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Mis pensamientos no corrían, giraban como trompos alocados.
Yo caminaba de acá para allá y el suelo ya apestaba mis pasos,
las huellas manifiestas, ya casi me acusaban.
El oxígeno me faltaba… Ya casi no respiraba y empecé a sudar a chorros…
Ese día el teléfono se enojó conmigo,
se negó y me dijo: ¡Esta vez no!
y apresó mis mensajes, les puso cadenas eternas...
Vi el reloj y los segundos inclementes parecían dementes, se burlaban de mí…
De pronto de lo más inesperado, llegaste tú “sabia amiga”, la CORDURA;
apareció con destellos de luz divina, para dar sosiego y calma a mi ser,
para hacerme entender que tenía a otro teléfono amigo cómplice de sueños…
A veces caprichoso de lo viejito que está ciertamente, pero siempre leal.
Me acompañó a enviar señales de vida o muerte fatal,
le dije que no se atreviera, que yo no abriría esa llamada,
que yo no sabría cómo escapar al secuestro de emociones intensas,
de esa PRIMERA CITA que a todos alguna vez hemos vivido.