Sus resueltos dedos,
semejanzas innegables de luciérnagas veloces,
pincelan delicados símbolos verde azulados
en la pista nívea de la curvatura de su palma,
bajo el caritativo abrigo de la noche oscura
y el quejido débil de un nómada y aturdido eco.
Pule con finos trazos de sus dedos torpes,
los definidos limites de su boca trémula, seca, ávida,
agitada por desatados y feroces deseos,
por fantasías innumerables e impronunciables.
Con su rostro sosegado,
amplio y hermoso como paisaje andino,
perfumado a mar plagado de estrellas enormes y ebrias,
con su rostro de ser dócil e inocente,
engalanado por ojos abismales
capaces de contemplar a través de la densa niebla,
de decolorar matices fuertes con su brillo rutilante
y colorear sombras grises, cobardes y horrorosas.
Ojos inmensos cual montañas,
misteriosos como la vastedad del cielo,
en los cuales se conjugan delirantes
recuerdos de los tiempos caminados y del futuro incierto,
ojos quietos capaces de contar historias
a través de su mutismo pleno
y de amedrentar la confusión y el miedo.
Mientras se mueve su inmenso cielo,
se aquieta el piso que a sus pies arrulla,
y el pequeño horizonte se agranda
a medida que se acerca a la ventana
donde sus brazos rozan placidos
el marco del roble carcomido.
El cansancio vence a la débil noche
y surge la mañana victoriosa…
despierta el sol apacible, fuerte, cálido
y besa con premura ese rostro limpio, sosegado,
amplio y hermoso como paisaje andino,
perfumado a mar plagado de estrellas enormes y ebrias.
POR: ANA MARIA DELGADO P.