Otro día consumido, como este cigarro que, colocado de forma vertical sobre el escritorio, se consume, con o sin mí, por el mero hecho de haber sido encendido. Otro surco más, tenue y azulado, como pintado con los más finos pinceles sobre acuarela, dibujan unas ojeras que, en su contraste oscuro con la palidez de mi piel, esbozan el rostro de un payaso al que
se le ha tatuado el maquillaje como castigo. Otra pastilla más; ¿cuántas van hoy? Siete, diez. Qué más da. Ellas son las golosinas que endulzan prospectos que se hallan, ordenados, en sus correspondientes cajas, en el tercer cajón de mi mesa de noche, en contraposición al amargor y el hastío de mi tez, el prospecto de un veneno que no tiene antídoto.
Otro día más sin ella, o con ella; lo mismo es. Cuando llega la noche y las voces van enmudeciendo, dejándonos a solas a nosotros, yo y yo-mismo, a veces, nos aventuramos a realizar un viaje al cuarto de baño. Encendemos la luz, nos miramos en el espejo y llegamos a la misma conclusión de siempre: el paso irreal del Tiempo, la decadencia y la desidia de nuestro fuego, apagado en cenizas ya fosilizadas; acercamos el rostro a este espejo, lo alejamos; nuestras pupilas no se contraen, no se dilatan, ambos ojos miran definitivamente al vacío, y es que es el vacío quien escribe después sus impresiones para que un grupo de solidarios lectores le dediquen su minuto de gloria. No soy un escritor, pero pienso tanto que si no lo expresase de alguna manera, estallaría como una supernova en medio del espacio, obscuro y solitario.
Sentí la Náusea como Sartre, aquella noche de agosto; anduve junto a Cioran por los suburbios de París entre prostitutas y borrachos, sentí el hastío en el fondo de mi corazón mientras las lámparas alumbraban mis pasos perdidos; desperté una mañana convertido en una repugnante cucaracha, como Gregorio Samsa, me di asco de mí mismo y no encontré la compasión de aquéllos a los que, bah, aquéllos a los que tengo nada que reprocharles, pues han dedicado sus esfuerzos a curtir un camino mientras yo, como Zaratustra, encerrado en mi cueva sobre la cumbre del Universo, sentí el peor de los abandonos: abandonarse a uno mismo.
Ya no hay sonrisas, o, bueno, quizá sí que las hay, pero todas mueren como un insecto que queda atrapado en el agua de una bañera que se vacía, luchando por salir del remolino que le lleva a su abismo. Pero yo ya he estado en el abismo, desde entonces se ha convertido en un compañero inseparable; deslizo mis dedos sobre el teclado, suena un piano. Podría ser el genial pianista que acompaña esta noche de anhedonia empapada en notas tristes a este payaso, este payaso que se ha quedado solo, sentado en medio de una carpa vacía, a oscuras, acariciando las flores de plástico que ha usado para intentar sembrar de vida el jardín de su trastienda; sin embargo, no es éste el caso: mis teclas sólo mezclan palabras funestas sobre una pantalla... y el día se consume, ardo, hago malabarismos mareándome cuando levanto la cabeza para ver dónde van a parar mis plegarias incrédulas, mientras me giro, en un pequeño esfuerzo, para observar ese lado de la cama que sigue vacío, vaciado.
Mañana es un día importante. Pase lo que pase, por malo que sea, romperá con esta monotonía y trazará, aunque sea a navajazos ciegos, una marca que, con un poco de mala suerte, me postrará de nuevo, a la noche, a ver consumirse el Tiempo ante mis ojos muertos.