Unas puertas grandes de madera recia,
caserones viejos de paredes blancas,
jóvenes mujeres de apariencia humilde,
sin rastros de afeites, silenciosas
tiernas, unos pequeñines jugando en los
patios, unas gallinitas picando la arena,
las ordeñadoras llevando la leche en cántaros
grandes sobre sus cabezas.
Trapiches caseros extrayendo el jugo de la
Caña dulce. Un olor a leña y el humo saliendo por
las chimeneas y huecos de techos
la niebla bajando del cielo a la tierra
esfumando formas de gentes, de casas,
de árboles, de matas.
La luz dibujando fantasmales sombras allá
a la distancia.
Bombillas luchando con neblina espesa
Para iluminar las casas, las calles y a la plaza grande
con el dios gigante en medio de ella.
Era la acuarela del pueblo ancestral, al cual se llegaba
después de pasar sinuosos caminos, bordeados de árboles,
de verdes montañas, de arroyos de plata, de campos arados
de tierra preñada de hortalizas, frutas y olorosas flores.
Había que andar, rodar y mirar las verdes praderas bordadas
Con rosas, para al fin llegar al sagrado templo
al preciado lar, mirar y admirar espigadas matas
cuyas altas copas llegaban al cielo trepadas en los hombros
de sus blancos troncos.