Una noche, sublime y estrella,
un lucero me mira vacilante;
y parece decirme en su mirada:
soy el alma de aquella flor errante
que te amó con pasión idolatrada.
Yo tan bien, como tú, sufro el flagelo
de esta ausencia mordaz que me devora;
de mis noches de amargo desconsuelo;
de mis días sin luz y sin aurora.
Tu recuerdo es la imagen que ilumina
el difuso sendero de mi vida;
y como alma perdida en la neblina
voy llorando el dolor de tu partida.
Esta noche escudriño el infinito
y ruego a Dios que, un venturoso día,
me lleve por el mismo senderito
allá donde tú estás, amada mía.
Pero sabré esperar, con estoisismo,
el momento final de mi partida;
que la muerte me saque del avismo
fatal y doloroso de la vida.