¿Qué no fue suficiente tierra para enterrar al muerto?
Y ahora inminentemente se aparece el sepulturero, a desenterrar lo que a simple vista pareciese estar sepultado a kilómetros de profundidad, pero nadie sabía que sólo tenía tierra por encima.
El cadáver está dañado, las rupturas son profundas y dudosamente se pueden llegar a recolectar las 206 partes que se encuentran distribuidas por doquier y enterradas en la superficie de la tierra, cual siembra lista para germinar.
¿Es que hay una regla temporal para regar la tumba con constancia?
Solía regarla, no solo a diario, sino que a cada hora como mínimo tras el sepulcro. Después, no es que careciera de agua, sino que cada vez el Alzheimer me atacaba más a menudo y comenzaba a olvidarme de la existencia del enterramiento.
¿Qué los muertos no vuelven a la vida?
Pues sin verlo venir, escuché mi nombre desde el cementerio. En primera instancia, la voz era irreconocible y jamás la asimilaría con alguno de los esqueletos que, a mi recordar, estuviesen ahí bajo tierra.
La piel se me erizó con el segundo llamado. Inmediatamente reconocí la voz de aquella persona con quien di vida al vivaz cuerpo del cual solo remanan sus huesos.
¿Acaso recordó que no enterró bien al cadáver?
Pero siguiendo mi corazón y basado en la sensatez, opté por atender con cautela las palabras que leía de un largo pergamino que se desenrollaba desde sus manos hasta mis pies.
Enfoco mi mirada y veo al sepulturero. Su mirada penetra en la mía y recita sus frases como si no las leyera; meramente su expresión venía desde lo más recóndito de su corazón. Cada palabra envolvía mi alma con una sinceridad y arrepentimiento que jamás había atestiguado.
Tardé en reaccionar que era ella quien me hablaba.
Esta vez no pedía perdón sino manifestaba arrepentimiento.
Al procesar sus palabras, desconocí al autor de ellas; pareciese que viniesen de un lejano futuro al que su edad la limita. Me di cuenta que a pesar de que habían pasado cinco semanas desde el velorio, en su actitud más que en su ser, expresaba un lustro de tiempo transcurrido.
Mi casa parecía invernadero de rosas albinas, recibidas hasta por personas extrañas. A muchos los invité a pasar a la tumba, muchos me preguntaron sobre las causas de su muerte, otros pocos la presenciaron y una parte que con los dedos mi mano contar sobraba, llegó a conversar con el cuerpo.
A veces veo como si latiese el pecho de la calaca, pero inmediatamente la cordura opaca la idea de creer que en ella hay aún cabida vida.
Despierto de mi delirio. El sepulturero calló y una luz destellante me cegó. Volteo al suelo y observo cómo el largo pergamino ha cubierto por completo al difunto en una montaña de papiro, la cual en segundos se transforma en la más verde montaña traída del mismo edén.
Cuando por fin puedo alzar la vista, veo que mi mirada ya no se cruza con sus pupilas, sino con su corazón, el cual puedo apreciar gracias a las venas que se vieron obstruidas por un corto tiempo muy largo.
Hoy tengo un pergamino en mis manos y aún no sé qué texto plasmar en él. Lo único que sé es que tengo que anticipar las consecuencias de cada palabra que escriba. Me atrevería a decir que hasta de las letras.
Procederé con cautela y firmeza,
Ya no me puedo flanquear,
Y aunque reprima tristeza,
Ni una lágrima he de derramar.
Quiero volver a creer, pero no quiero.
Quiero volver a soñar, pero no quiero.
Quiero volver a sentir, pero no quiero.
Quiero volver a vivir.
César Menchaca