Eternizado ante el cristal
- y en la soledad cómplice del corredor -
de la Sala de Terapia del Hospital
de Infantes, y por atávico pudor
un hombre ahoga los sonidos de
su llanto. Así, lastimero y acusador
lámese las heridas donde Dios lo ve,
reprimiendo aún su infinita decepción
y la ira homicida y universal que borraría la fe
si se consuma al fin esta inhumana sanción
de colocar la pena en el más grande amor.
De asistir impotente a la propia destrucción.
De seguir alentando más allá del dolor
agazapado desde entonces en la luz y las horas,
en la inocencia ajena, en el triste sabor
de los recuerdos, como golosinas huérfanas.
“Señor, Tu Reino nunca será más ancho que un quierito.
Hágase tu voluntad en otras partes insanas
de mi carne, pero no en mi niño, no en mi bebito”.