Mario Santiago

Angustia

Eternizado ante el cristal

- y en la soledad cómplice del corredor -

de la Sala de Terapia del Hospital

 

de Infantes, y por atávico pudor

un hombre ahoga los sonidos de

su llanto. Así, lastimero y acusador

 

lámese las heridas donde Dios lo ve,

reprimiendo aún su infinita decepción

y la ira homicida y universal que borraría la fe

 

si se consuma al fin esta inhumana sanción

de colocar la pena en el más grande amor.

De asistir impotente a la propia destrucción.

 

De seguir alentando más allá del dolor

agazapado desde entonces en la luz y las horas,

en la inocencia ajena, en el triste sabor

 

de los recuerdos, como golosinas huérfanas.

“Señor, Tu Reino nunca será más ancho que un quierito.

Hágase tu voluntad en otras partes insanas

de mi carne, pero no en mi niño, no en mi bebito”.