El mundo creía que mi cielo era gris, que para mí, las aves no cantaban, las flores no eran bellas y que en mi ser, no existían las esperanzas. Yo era pequeña, de no más de cinco años y no conocía la luz del sol, vivía en una cama, entre enfermeros y doctores. No conocía el calor de un amigo, ni las risas del jardín, ni la luz de las estrellas. Sin embargo, cada noche me visitaba alguien, que me daba esperanzas, me contenía y me hacía sonreír, alguien que para los que me rodeaban, era un amigo imaginario, pero yo hoy en día, puedo jurar que existe. Su nombre era Juana, tenía alas y vestido blanco y en un lapso de no mas de quince minutos, me explicaba que para caminar, sólo debía creer que puedo hacerlo y que si lo logro, en poco tiempo estaría jugando con los demás niños de mi edad, pero cuando el sol salía y lo intentaba, el miedo me agobiaba y caía de nuevo. Ya había perdido todas las esperanzas, me creía incapaz de todo lo que me proponía, hasta que tuve una idea que me cambió la vida: una noche, cuando Juana me visitó, le pedí que me sostenga mientras intentaba incorporarme, así no podría caerme, así fue, que con su ayuda di mi primer paso, luego el segundo y cuando mamá abrió la puerta de la habitación, sus ojos se llenaron de orgullo y en mi corazón, reinó la esperanza.
Hoy camino sola, hoy tengo una vida normal, hoy sé que tengo un ángel que nunca me abandona y que sostiene mis pasos, que jamás me dejará caer.