Herida estabas, patria mía,
como Cristo en el costado;
asolada, cautiva y despojada
por un malo y extraño enemigo,
con el seno descubierto
y en el rostro sinsabores,
el látigo del tiempo
ciertos signos de desprecio
marcando iba en tu lomo
ajado y ceniciento.
Herida estabas, patria mía;
sorbido habías abatida,
hasta la gota última la hez.
¿Quién vendía miel aquellos días,
que endulzara tu embriaguez?
¿Cuál fue dime
el horrible delito cometido?
¿Cuál atrajo sobre ti
el oprobio, cruel castigo?
¿Por qué aquellos hombres
de lugares tan lejanos,
cruzando vastos mares
posaron plantas codiciosas
en tu suelo y te ultrajaron?
El único mensaje
que tal vez pueda entender,
es aquel cuando me dicen
que existen hombres malos;
que al ver tu gloria enorme
y las riquezas de tu prado,
quedaron boquiabiertos,
fueron deslumbrados;
ardiendo en avaricia
hicieron conciliábulos,
rondaron tus caminos
los odiosos malhechores,
y al verte sola un día
como bestias te asaltaron.
¡Oh, etérea patria mía,
si hay algo que yo admiro
es la paz que alumbra tu alma
soportando silenciosa
esos látigos infames,
ah, grillos toscos y apretados.
Como en tu prístino seno
rebozaba el don divino de la paz,
ya tu voz y tu mirada disculpaban
su destino: ¡Perdonad!
Así con estoicismo serena
contemplaste el paso de las horas.
Como eres pura
y muy casta de labios,
no blasfemaste jamás;
sabiamente refugiaste
tus desgarros y tus lloros
a Wiracocha, que entre nubes,
le negaba inclemente
su claro rostro a tu faz.
¡Yo soy la justicia!
¡Mía es la venganza!
¡Yo daré el pago!
Tronó en el espacio
El Anciano de los Días.
Y enviaste a San Martín
con su santa espada,
de su espada el fuego
pulverizaba las huestes
ambiciosas del reino de España.
Y atizaste a Bolívar
Tu espíritu de guerra,
¡ah, laico estratega!,
de prosa profunda
e ideal señera,
a la tarde de Iberia,
en Junín y Ayacucho,
con rabos y orejas
completó la faena.
¡Oh, Dios, yo doy gracias
por aquellas nobles gestas
de los patriotas amantes!
En el altar de mi patria
sin dudar un instante
tejieron bellos poemas
con la tinta de su sangre.
A ellos, oh, madre tierna,
aquí donde confluyen
los ríos de mis venas,
en este templo cristalino
lleno de oro borbotante,
les guardo poesía aparte.
¡Amada Patria mía!,
¿Ahora eres libre? ¡No!
¡Sé que falta más!,
¡Subid a las estrellas!,
¡Tus hombres a las viñas,
mujeres que vendimien
el gozo de mil siglos
de paz y libertad!
Víctor Callirgos, 1993.