Un hombre, huyendo del calor del mediodía
caminó sobre un patio de piedras
y entró en la iglesia, silenciosa y umbría.
Había allí otras dos personas.
Una señora de mediana edad
que cuidaba el lugar desde la pared,
lo miraba con tenacidad
descubriendo su poca fe.
Y un tipo arrodillado al pie del altar.
Se acercó, fingiendo interés en los santos,
aprestando su habilidad para escuchar
lo que el otro ponía en sus rezos.
“Quisiera que mi hijo tuviera más carácter
o más orgullo, o más imaginación.
Quisiera que me dejaras ver
qué despierta su pasión.
Parece que nada le interesa.
Cualquier esfuerzo le parece absurdo.
Todo ha de ser fácil y de prisa.
Ayúdame porque no lo entiendo.
Mi padre jamás gastó
tantas frases conmigo”
El suplicante de pronto calló
al saber que tenía un testigo.
Y sintiendo vergüenza
al exponer así a su hijo:
“Por favor, no es lo que piensa,
el muchacho es bueno y tranquilo.