Ciega, confusa, perdida
termina cada batalla.
Al mando de su ejército, que es la vida misma;
vaga, se retuerce y resquebraja.
Nunca fue de nadie, nació arrebatada.
La pasión la embaucaba.
Se mira y no se reconoce.
Tras el acuerdo pactado con tonos escarlata
gime, se desgarra, vende su alma
al mismísimo diablo, allá en el infierno;
al lugar donde nacen llamas y sollozos,
y tiempo al tiempo...
Las heridas no desaparecen,
mas el calor en los suburbios la pliega, la envejece;
derrite su piel, que al fuego cede.
Y cicatriza.
Luego, como si de polvo se tratase,
se volatiliza;
se confunde en un abrazo con sus recuerdos
y pierde todo sentido.
A expensas de que nadie la oiga, nadie la encuentre;
pasa ante todos como un fantasma
allá, en la memoria perdida.
Mirada firme, acostumbrada al sigilo;
temerosa del cielo
y fiel al fuego del olvido.